Crónicas de Nuevitas: La jicotea

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Un hombre, de unos 35 años, llegó en bicicleta, se bajó con una bolsa de tela en la mano y todavía sofocado del pedaleo, sacó de la bolsa una jicotea, la puso sobre la mesa del consultorio y me dijo que la jicotea estaba enferma
Foto: Internet

Por Sergio Morales Vera*

Agosto, 2023.- En los primeros años de la década de los 90 del pasado siglo me tocó trabajar como médico en la clínica veterinaria de Nuevitas. Aunque se suponía que debía atender las mascotas, me llevaban cualquier tipo de animal doméstico y hasta rarezas, como es el caso que recuerdo hoy.

Un hombre, de unos 35 años, llegó en bicicleta, se bajó con una bolsa de tela en la mano y todavía sofocado del pedaleo, sacó de la bolsa una jicotea, la puso sobre la mesa del consultorio y me dijo que la jicotea estaba enferma.

– ¿Por qué piensa que está enferma? –le pregunté.

– Es que la noto triste –respondió.

– ¿Y además de la tristeza, qué otro síntoma usted le ha notado?

– Tiene muy poco apetito, casi no come y está triste –Insistió con la tristeza de su jicotea.

Le dije que a pesar de que las jicoteas y todos los de su especie son animales que viven cientos de años, había leído en una revista que eran de poco comer y que pasaban mucho tiempo tranquilas, como para ahorrar energías y poder vivir tanto.

El no pareció muy convencido de mi explicación y fue directo al grano.

– El problema, médico, es que yo quiero que usted le mande un tratamiento que le abra el apetito y le quite esa tristeza.

Se quedó mirándome en tono de súplica, cómo si yo pudiera obrar el milagro de que su jicotea se levantara en dos patas y empezara a bailar cha cha chá.

Entonces le expliqué que en la universidad había estudiado animales domésticos: vacas, caballos, ovejas, chivos, aves de corral, perros, gatos y conejos, hasta allí, nunca animales que raramente son mascotas, nada de cocodrilos, iguanas, peces de colores y mucho menos jicoteas.

Intentó interrumpirme y lo paré en seco: “yo no sé nada de jicoteas, ni de las tristes, ni de las alegres”
Como si no hubiera escuchado nada de lo que le dije, le acarició el carapacho a la jicotea y volvió a la carga:

– Es que, mire, médico, si usted le manda algo que la anime…

Insistió en que la tristeza de la jicotea lo ponía triste y que necesitaba le pusieron tratamiento. Ahí fue cuando caí en cuenta de que el que estaba para tratamiento era él y pensé que, a lo mejor, era de los que se ponían violentos cuando se les contradecía.

Agarré la jicotea, la levanté a la altura de mis ojos y la examiné con la mirada, arruga por arruga, cuando terminé la inspección le pregunté:

– ¿Desde cuándo no come?

– Desde hace dos días, –respondió entusiasmado.

– ¿Y cuándo fue que notó que estaba triste?

– Ayer, cuando la cargué y la miré y le vi los ojitos tristes.

– Hizo muy bien en traerla, porque su jicotea, ¿cómo se llama?

– Chacha, se llama Chacha –respondió certeramente.

– Pues le diré que no se preocupe, Chacha al parecer tiene una ligera destemplanza, debe estar incubando algún proceso infeccioso.

– ¿Es grave médico? –Dijo con cierta angustia.

– Nada de qué preocuparse. Eso se resuelve con antibióticos.

Respiró aliviado y yo, tomé el recetario y escribí: “penicilina rapilenta” y añadí: un bulbo diario.

Extendí la mano y le entregué la receta.

Él la leyó y me dijo: “gracias doctor, ¿cuánto le debo?

– Diez pesos.

Pagó, recogió su jicotea y cuando estaba a punto de montarse en la bicicleta regresó y me preguntó:

– ¿Penicilina rapilenta inyectable, doctor?

– Así es, una diaria durante diez días. –le contesté sonriente.

– ¿Y dónde se la pongo? –preguntó

– No se preocupe, busque una enfermera, que ellas saben dónde le duele menos.

* Presidente de la filial camagüeyana de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC)